Levantarse a las 4 de la madrugada para ir a la escuela puede parecer un castigo. Recorrer el camino a caballo, durante cuatro horas más, suena a suplicio. Hacerlo en medio de la helada que antecede al amanecer ya es un tormento. Sin embargo, hay chicos que hacen eso todos los días y, con tanta naturalidad como quien desayuna chocolatada con dulce de leche a la espera de que llegue el transporte escolar hasta la puerta de la casa.
Con apenas 11 años, César Damián Nieva nunca falta a clases. Es capaz de ensillar el caballo en la penumbra del alba y guiar después a sus hermanos por senderos de cabras hasta llegar a la escuela 350 de San José de Chasquivil. Es un edificio rústico, pero coqueto, con paredes blancas y techos de zinc, en el que sobresalen siete paneles de energía solar y dos chimeneas. La cocina es el sitio más cálido, ya que siempre hay fuego. Aunque brille el sol, a más de 2.800 metros sobre el nivel del mar el frío se siente hasta en la sombra.
Ni César ni los otros 25 alumnos de esa escuela de alta montaña se sorprenden con la llegada del helicóptero. Ellos están acostumbrados a ver que la portentosa aeronave, con hélices de 13 metros de diámetro, aterrice cada dos por tres en un círculo de piedra en el patio de la escuela. En cambio, no conocen el cine. Nunca antes vieron una película en una pantalla grande, dentro de una sala, como las que hay en la ciudad.
En la montaña los chicos juegan al fútbol y a la escondida como cualquier niño, pero también inventan sus propias distracciones. Una de las preferidas es jugar a enlazar con una cuerda como un baqueano. También aprenden a dominar el rebaño para alejar a las cabras del peligro. "Si la deja que se vaya pa? arriba, la come el león. A los terneritos cuando son chiquititos -explica César- lo? atamos ahí junto a la casa pa? que no lo coma el león. Los corderitos también lo? atamos porque lo come el carancho".
Cada día, Pilar Bellido hace repicar la campana de la escuela a las 8.30. La maestra del segundo ciclo (cuarto, quinto y sexto grado) es como una madre para los niños, aunque ella -admite- también aprende. "Nos sentimos parte de ellos, por las vivencias, las cosas que nos cuentan -dice-. Lo que los chicos te enseñan es algo más. Te enseñan a cuidar lo poco que tienen, y a sobrevivir".
Algunos son expertos en preparar carne asada y la mayoría conoce muy bien el oficio de pescar truchas. Con sólo siete años, Cristian Fernando Silva explica cómo pescar sin caña, con una tanza y atando "un gusano" en el anzuelo con "un poquito de tierra del agua".
La pantalla y el proyector
Los chicos corren en el césped en medio de los cerros, detrás del payaso Pimientón, mientras Javier Maidana, uno de los técnicos del "Cine Móvil", prepara la pantalla grande y el proyector. Claudina Marcial, maestra del ciclo inicial, cubre los ventanales de la sala con ponchos de lana para acondicionar el local como si fuese un cine.
La intención es exhibir cuatro cortos de animación y el filme "Belgrano". De pronto, surge una duda: ¿habrá energía suficiente hasta el final de la película?, se pregunta el técnico. Por razones de seguridad, en el helicóptero no se pudo cargar antes un generador con combustible.
Belgrano, herido
Ni la cocinera Virginia Morales quiere perderse la función. En la pantalla aparece una luna llena gigante que dibuja sombras de árboles fantasmagóricos en la noche. "¿Quieren ver una película de miedo?, pregunta el payaso. Los chicos se estremecen, se miran, responden que sí, se ríen y vuelven al silencio con la boca abierta por el asombro.
En la pausa entre uno y otro corto, Virginia reparte pastafrola y jugos. Más tarde comienza la película del creador de la Bandera. El general es subido a una carreta para ser llevado a Buenos Aires. Dolores se acerca a su lado, llorando y con la hija en brazos. "Cuatro meses y vuelvo", dice Belgrano, pero Dolores no tiene consuelo. Entonces lo besa como intentando frenar la partida. En la sala, las niñas miran al piso, con timidez, para no ver "la escena de amor".
Al final todos ríen y estalla el aplauso. La maestra Claudina no oculta su emoción. "Ojalá que siempre puedan venir a estos lugares tan alejados, sobre todo por los chicos. La alegría se les nota en la cara. El hecho de estar en contacto con cosas nuevas los cambia -afirma-, ha sido un día muy dinámico para ellos".
En un santiamén desarman la pantalla, desconectan el proyector y en el comedor se extiende un mantel de tela sobre una larga mesa. Virginia remueve el locro y el aroma sale hasta el patio. Pimientón se quita el disfraz y vuelve a ser Martín Santillán. Abren las ventanas, se ilumina la sala y lo que un rato antes era un cine ahora vuelve a ser un aula. Pero algo bueno y extraño se percibe en el ambiente. Debe ser eso que llaman "la magia del cine" y que todavía se refleja en la mirada de los chicos.